El sábado, un policía mató a otro -las circunstancias están bajo investigación- y el domingo una estudiante de la UCV resultó herida de bala en un robo. No es para nadie novedad que la violencia se ha apoderado de casi todos los aspectos de nuestra vida, y que no hay un solo día en que alguien no muera o no resulte herido o violentado en sus derechos o su cuerpo. Vivimos una edad en que ni la vida ni la dignidad importan. ¿Con quién nos quejamos?

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Evidentemente, nos quedan las comisarías, donde esperamos encontrar un policía bueno y no toparnos con el sudoroso agente que llena un papel mientras finge escucharnos, y luego lo sepulta bajo montones de indiferencia, flojera y corrupción. Si las instituciones no se ponen a derecho, esto se hunde.

Lo dicho por el jefe policial de Sullana es una esperanza: hay que barrer la casa, hay que retirar a todos aquellos elementos que denigren el uniforme; esto significa devolver la esperanza a la gente, evitar que los vecinos de tal o cual lugar terminen creyendo que su propia justicia (la que significa atrapar a un sujeto, culparlo sin proceso, mediomatarlo, amarrarlo a un palo y quemarlo) es la única posible. La recuperación moral de la Policía será vital para que nuestra sociedad se reencuentre por el cauce de la legalidad.

Socialmente, también necesitamos un cambio de chip: cualquier pueblo puede empezar a vivir mejor cuando deja de tolerar a los “pájaros fruteros” y cuando deja de aplaudir a los peces gordos del crimen, políticos, policías, etc.